Agustín Barrios y la americanización de Bach
Nitsuga Mangoré, el nombre artístico de resonancias pseudoguaraníes de Agustín —Nitsuga al derecho— Barrios (1885-1944), el más grande guitarrista que parió nunca América, fue un gran amante de nuestro amantísimo; pero no es solo esa la cuestión: algunas de sus más grandes obras tienen una deuda directa con "el brujo de Eisenach", como así lo llamaba.
Su acercamiento como transcriptor bachiano es crucial en la historia de la guitarra. No fue el primero, desde luego, ni especialmente pródigo al respecto, pero sí encarna una de las figuras principales tras Tárrega y durante Segovia, el cruel admirado que le traicionó y condenó a décadas de olvido. Después, lo de la guitarra y Bach ha sido un no parar, de todos es sabido, guste más o guste menos al comité de pureza de sangre.
Suya fue, se dice, la primera interpretación en concierto de una de las suites para laúd, la BWV 995. Pero lo más interesante es ver cómo influyó su admiración por Johann Sebastian en su música, y cómo creó obras neobachianas que a su vez también lo eran neorrománticas, y que a su vez, hete aquí lo más genuino, traían consigo ritmos, armonías y modos característicos de la música latinoamericana. Su contemporáneo Villalobos no estaba como vemos solo, y a buen entendedor pocas palabras bastan...
Al respecto de Barrios hay que destacar cuatro piezas. El ejemplo más explícito es el de su breve Estudio en si menor, subtitulado precisamente "Homenaje a Bach":
También creó una versión para dos guitarras, pero con el nuevo juego de acordes resultante se pierde un tanto el efecto tardobarroco de las melodías internas por descubrir el interior de los arpegios, ya sabéis, muy del rollo de las obras para violín o violonchelo a solo, pero también de los preludios para clave.
Este recurso es el mismo que utiliza en su hermosísimo Preludio en do menor, tan melancólico. Fijaos cómo las notas que se resaltan van latiendo una milonga. Sobre el que, a propósito, alguien debería marcarse un mashup de esos junto con el Libertango de Piazzolla, otro bachiano de pro, pues aparte del contratiempo tanguero, las progresiones son muy parecidas.
En el preludio en sol menor se repiten los mismos esquemas, con el aliciente de que hay un pasaje momentáneo —minuto 1.43— que parece tomado literal de la fuga de la tocata en re menor (en el aire dejaré si esta es o no obra Bach, pero el estilo de ese fragmento podría pasar por el de alguna de sus partitas).
Y llegamos a La Catedral. Guardemos silencio:
Esta obra en tres movimientos es de largo la más célebre del paraguayo, el culmen de su asunción estilística posbarroca. Y una completa pasada. Su primer movimiento, una pausada y prístina saudade, llorosa como la lluvia, insiste en el proceder preludiante de las polifonías implícitas en el papel y completadas en el oído, y en el caso de la guitarra las resonancias de esta siempre ayudan. El segundo, Andante Religioso, nace de la impresión que sintió Agustín al escuchar en la catedral de Montevideo algunos corales de Bach en el órgano, de ahí su estructura homofónica, solemne. Y el tercero, cuyo motivo inicial recuerda al del preludio en sol menor, es el culmen de la composición: una sucesión de escalas en cascada con un aire tan serio y grave como impetuoso y certero.
Salvo el estudio del homenaje, el resto de versiones son de John Williams, el guitarrista que junto a David Russell colocó a Nitsuga en el lugar en el que siempre debió haber estado.
La coda de esta entrada se la dejo a Diego Sánchez Haase, quien tuvo la feliz idea de marcarse un viaje de ida y vuelta en toda regla, por el espacio y por el tiempo. Y qué bien funciona, caramba.
La fotografía coloreada, de autor desconocido, representa a Nitsuga con su frac guaraní en 1934.